sábado, 22 de octubre de 2011

CUENTOS



UNIVERSIDAD DE SAN CARLOS DE GUATEMALA
SEDE: SOLOLA, SOLOLA

ESCUELA DE FORMACION DE PROFESORES DE ENSEÑANZA MEDIA – EFPEM
PROGRAMA ACADEMICO DE DESARROLLO PROFESIONAL DOCENTE –PADEP/D
CURSO: Tecnologías de la Información y Comunicación.
  LICDA: MAVY PELAEZ MELGAR





TRABAJO:
CARPETA DIDÁCTICA













ESTUDIANTES: JORGE  RENÉ AZAÑÓN LEONARDO
CARNÉ: 8851555
BLANCA  ESTELA  MERCEDESBIXCUL JULAJUJ
CARNÉ: 200275222
SOLOLÁ  OCTUBRE  DE 2011



CARPETA  DIDÁCTICA


CUENTOS INFANTILES

Un cuento es una narración de un hecho ficticio que combina el uso de personajes con animales, el cuento puede usarse como una herramienta didáctica, con los niños de nuestra aula, el cual ayuda a despertar la imaginación, el vocabulario, la expresión corporal, la participación y el interés por la lectura.
 















Caperucita        Roja
Había una vez una niña llamada Caperucita Roja, ya que su abuelita le regaló una caperuza roja. Un día, la mamá de Caperucita la mandó a casa de su abuelita, estaba enferma, para que le llevara en una cesta pan, chocolate, azúcar y dulces. Su mamá le dijo: "no te apartes del camino de siempre, ya que en el bosque hay lobos".

Caperucita iba cantando por el camino que su mamá le había dicho y, de repente, se encontró con el lobo y le dijo: "Caperucita, Caperucita, ¿dónde vas?". "A casa de mi abuelita a llevarle pan, chocolate, azúcar y dulces". "¡Vamos a hacer una carrera! Te dejaré a ti el camino más corto y yo el más largo para darte ventaja." Caperucita aceptó pero ella no sabía que el lobo la había engañado. El lobo llegó antes y se comió a la abuelita.

Cuando ésta llegó, llamó a la puerta: "¿Quién es?", dijo el lobo vestido de abuelita. "Soy yo", dijo Caperucita. "Pasa, pasa nietecita". "Abuelita, qué ojos más grandes tienes", dijo la niña extrañada. "Son para verte mejor". "Abuelita, abuelita, qué orejas tan grandes tienes". "Son para oírte mejor". "Y qué nariz tan grande tienes". "Es para olerte mejor". "Y qué boca tan grande tienes". "¡Es para comerte mejor!".


Caperucita empezó a correr por toda la habitación y el lobo tras ella. Pasaban por allí unos cazadores y al escuchar los gritos se acercaron con sus escopetas. Al ver al lobo le dispararon y sacaron a la abuelita de la barriga del lobo. Así que Caperucita después de este susto no volvió a desobedecer a su mamá. Y colorín colorado este cuento se ha acabado.

FIN



EL PATITO FEO


En una hermosa mañana primaveral, una hermosa y fuerte pata empollaba sus huevos y mientras lo hacía, pensaba en los hijitos fuertes y preciosos que pronto iba a tener.


De pronto, empezaron a abrirse los cascarones. A cada cabeza que asomaba, el corazón le latía con fuerza. Los patitos empezaron a esponjarse mientras piaban a coro. La madre los miraba eran todos tan hermosos, únicamente habrá uno, el último, que resultaba algo raro, como más gordo y feo que los demás. Poco a poco, los patos fueron creciendo y aprendiendo a buscar entre las hierbas los más gordos gusanos, y a nadar y bucear en el agua. Cada día se les veía más bonitos.
Únicamente aquel que nació el último iba cada día más largo de cuello y más gordo de cuerpo.... La madre pata estaba preocupada y triste ya que todo el mundo que pasaba por el lado del pato lo miraba con rareza. Poco a poco el vecindario lo empezó a llamar el "patito feo" y hasta sus mismos hermanos lo despreciaban porque lo veían diferente a ellos. 


El patito se sentía muy desgraciado y muy sólo y decidió irse de allí.
Cuando todos fueron a dormir, él se escondió entre unos juncos, y así emprendió un largo camino hasta que, de pronto, vio un molino y una hermosa joven echando trigo a las gallinas. Él se acercó con recelo y al ver que todos callaban decidió quedarse allí a vivir. Pero al poco tiempo todos empezaron a llamarle "patito feo", "pato gordo"..., e incluso el gallo lo maltrataba. Una noche escuchó a los dueños del molino decir: "Ese pato está demasiado gordo; lo vamos a tener que asar". El pato enmudeció de miedo y decidió que esa noche huiría de allí. Durante todo el invierno estuvo deambulando de un sitio para otro sin encontrar donde vivir, ni con quién.
Cuando llegó por fin la primavera, el pato salió de su cobijo para pasear. De pronto, vio a unos hermosos cisnes blancos, de cuello largo, y el patito decidió acercarse a ellos. Los cisnes al verlo se alegraron y el pato se quedó un poco asombrado, ya que nadie nunca se había alegrado de verlo. Todos los cisnes lo rodearon y lo aceptaron desde un primer momento.
Él no sabía que le estaba pasando: de pronto, miró al agua del lago y fue así como al ver su sombra descubrió que era un precioso cisne más. Desde entonces vivió feliz y muy querido con su nueva familia.
FIN


PULGARCITO
Erase una vez un pobre campesino. Una noche se encontraba sentado, atizando el fuego, mientras que su esposa hilaba sentada junto a él. Ambos se lamentaban de hallarse en un hogar sin niños.
-¡Qué triste es no tener hijos! -dijo él-. En esta casa siempre hay silencio, mientras que en los demás hogares hay tanto bullicio y alegría...
-¡Es verdad! -contestó la mujer suspirando-. Si por lo menos tuviéramos uno, aunque fuese muy pequeño y no mayor que el pulgar, seríamos felices y lo querríamos de todo corazón.
Y entonces sucedió que la mujer se indispuso y, después de siete meses, dio a luz a un niño completamente normal en todo, si exceptuamos que no era más grande que un dedo pulgar.

-Es tal como lo habíamos deseado. Va a ser nuestro hijo querido.
Y debido a su tamaño lo llamaron Pulgarcito. No le escatimaron la comida, pero el niño no creció y se quedó tal como era en el momento de nacer. Sin embargo, tenía una mirada inteligente y pronto dio muestras de ser un niño listo y hábil, al que le salía bien cualquier cosa que se propusiera.
Un día, el campesino se aprestaba a ir al bosque a cortar leña y dijo para sí:
-Ojalá tuviera a alguien que me llevase el carro.
-¡Oh, padre! -exclamó Pulgarcito- ¡Ya te llevaré yo el carro! ¡Puedes confiar en mí! En el momento oportuno lo tendrás en el bosque.
El hombre se echó a reír y dijo:
-¿Cómo podría ser eso? Eres demasiado pequeño para llevar de las bridas al caballo.

-¡Eso no importa, padre! Si mamá lo engancha, yo me pondré en la oreja del caballo y le iré diciendo al oido por dónde ha de ir.
-¡Está bien! -contestó el padre-, probaremos una vez.
Cuando llegó la hora, la madre enganchó el carro y colocó a Pulgarcito en la oreja del caballo, donde el pequeño se puso a gritarle por dónde tenía que ir, tan pronto con un "¡Heiii!", como con un "¡Arre!". Todo fue tan bien como si un conductor de experiencia condujese el carro, encaminándose derecho hacia el bosque.
Sucedió que, justo al doblar un recodo del camino, cuando el pequeño iba gritando "¡Arre! ¡Arre!" , acertaron a pasar por allí dos forasteros.
-¡Cómo es eso! -dijo uno- ¿Qué es lo que pasa? Ahí va un carro, y alguien va arreando al caballo; sin embargo no se ve a nadie conduciéndolo.
-Todo es muy extraño -dijo el otro-. Vamos a seguir al carro para ver dónde se para.
Pero el carro se internó en pleno bosque y llegó justo al sitio donde estaba la leña cortada. Cuando Pulgarcito vio a su padre, le gritó:
-¿Ves, padre? Ya he llegado con el carro. Bájame ahora del caballo.
El padre tomó las riendas con la mano izquierda y con la derecha sacó a su hijo de la oreja del caballo. Pulgarcito se sentó feliz sobre una brizna de hierba. Cuando los dos forasteros lo vieron se quedaron tan sorprendidos que no supieron qué decir. Ambos se escondieron, diciéndose el uno al otro:
-Oye, ese pequeñín bien podría hacer nuestra fortuna si lo exhibimos en la ciudad y cobramos por enseñarlo. Vamos a comprarlo.
Se acercaron al campesino y le dijeron:
-Véndenos al pequeño; estará muy bien con nosotros.
-No -respondió el padre- es mi hijo querido y no lo vendería ni por todo el oro del mundo.

Pero al oír esta propuesta, Pulgarcito trepó por los pliegues de la ropa de su padre, se colocó sobre su hombro y le susurró al oído:
-Padre, véndeme, que ya sabré yo cómo regresar a casa.
Entonces, el padre lo entregó a los dos hombres a cambio de una buena cantidad de dinero.
-¿Dónde quieres sentarte? -le preguntaron.
-¡Da igual! Colocadme sobre el ala de un sombrero; ahí podré pasearme de un lado para otro, disfrutando del paisaje, y no me caeré.
Cumplieron su deseo y, cuando Pulgarcito se hubo despedido de su padre, se pusieron todos en camino. Viajaron hasta que anocheció y Pulgarcito dijo entonces:
-Bajadme un momento; tengo que hacer una necesidad.
-No, quédate ahí arriba -le contestó el que lo llevaba en su cabeza-. No me importa. Las aves también me dejan caer a menudo algo encima.
-No -respondió Pulgarcito-, yo también sé lo que son las buenas maneras. Bajadme inmediatamente.
El hombre se quitó el sombrero y puso a Pulgarcito en un sembrado al borde del camino. Por un momento dio saltitos entre los terrones de tierra y, de repente, se metió en una madriguera que había localizado desde arriba.
-¡Buenas noches, señores, sigan sin mí! -les gritó con un tono de burla.
Los hombres se acercaron corriendo y rebuscaron con sus bastones en la madriguera del ratón, pero su esfuerzo fue inútil. Pulgarcito se arrastró cada vez más abajo y, como la oscuridad no tardó en hacerse total, se vieron obligados a regresar, burlados y con las manos vacías.
Cuando Pulgarcito advirtió que se habían marchado, salió de la madriguera.
-Es peligroso atravesar estos campos de noche -pensó-; sería muy fácil caerse y romperse un hueso.
Por fortuna tropezó con una concha vacía de caracol.
-¡Gracias a Dios! -exclamó- Ahí podré pasar la noche con tranquilidad.
Y se metió dentro del caparazón. Un momento después, cuando estaba a punto de dormirse, oyó pasar a dos hombres; uno de ellos decía:
-¿Cómo haremos para robarle al cura rico todo su oro y su palta?
-¡Yo podría decírtelo! -se puso a gritar Pulgarcito.
-¿Qué fue eso? -dijo uno de los espantados ladrones-; he oído hablar a alguien.
Se quedaron quietos escuchando, y Pulgarcito insistió:
-Llévadme con vosotros y os ayudaré.
-¿Dónde estás?
-Buscad por la tierra y fijaos de dónde viene la voz -contestó.
Por fin los ladrones lo encontraron y lo alzaron hasta ellos.
-A ver, pequeñajo, ¿cómo vas a ayudarnos?
-¡Escuchad! Yo me deslizaré por las cañerías hasta la habitación del cura y os iré pasando todo cuanto queráis.
-¡Está bien! Veremos qué sabes hacer.
Cuando llegaron a la casa del cura, Pulgarcito se introdujo en la habitación y se puso a gritar con todas sus fuerzas.
-¿Quereis todo lo que hay aquí?
Los ladrones se estremecieron y le dijeron:
-Baja la voz para que nadie se despierte.
Pero Pulgarcito hizo como si no entendiera y continuó gritando:
-¿Qué queréis? ¿Queréis todo lo que hay aquí?
La cocinera, que dormía en la habitación de al lado, oyó estos gritos, se incorporó en su cama y se puso a escuchar, pero los ladrones asustados se habían alejado un poco. Por fin recobraron el valor diciéndose:
-Ese pequeñajo quiere burlarse de nosotros.
Regresaron y le susurraron:
-Vamos, nada de bromas y pásanos alguna cosa.
Entonces, Pulgarcito se puso a gritar de nuevo con todas sus fuerzas:
-Sí, quiero daros todo; sólo tenéis que meter las manos.
La cocinera, que ahora oyó todo claramente, saltó de su cama y se acercó corriendo a la puerta. Los ladrones, atemorizados, huyeron como si los persiguiese el diablo, y la criada, que no veía nada, fue a encender una vela. Cuando regresó, Pulgarcito, sin ser descubierto, se había escondido en el pajar. La sirvienta, después de haber registrado todos los rincones y no encontrar nada, acabó por volver a su cama y supuso que había soñado despierta.
Pulgarcito había trepado por la paja y en ella encontró un buen lugar para dormir. Quería descansar allí hasta que se hiciese de día para volver luego con sus padres, pero aún habrían de ocurrirle otras muchas cosas antes de poder regresar a su casa.
Como de costumbre, la criada se levantó antes de que despuntase el día para dar de comer a los animales. Fue primero al pajar, y de allí tomó una brazada de heno, precisamente del lugar en donde dormía Pulgarcito. Estaba tan profundamente dormido que no se dio cuenta de nada, y no despertó hasta que estuvo en la boca de la vaca que se había tragado el heno.
-¡Oh, Dios mío! -exclamó-. ¿Cómo he podido caer en este molino?
Pero pronto se dio cuenta de dónde se encontraba. No pudo hacer otra cosa sino evitar ser triturado por los dientes de la vaca; mas no pudo evitar resbalar hasta el estómago.
-En esta habitación tan pequeña se han olvidado de hacer una ventana -se dijo-, y no entra el sol y tampoco veo ninguna luz.
Este lugar no le gustaba nada, y lo peor era que continuamente entraba más paja por la puerta, por lo que el espacio iba reduciéndose cada vez más. Entonces, presa del pánico, gritó con todas sus fuerzas:
-¡No me traigan más forraje! ¡No me traigan más forraje!
La moza estaba ordeñando a la vaca cuando oyó hablar sin ver a nadie, y reconoció que era la misma voz que había escuchado por la noche. Se asustó tanto que cayó del taburete y derramó toda la leche. Corrió entonces a toda velocidad hasta donde se encontraba su amo y le dijo:
-¡Ay, señor cura, la vaca ha hablado!
-¡Estás loca! -repuso el cura.
Y se dirigió al establo a ver lo que ocurría; pero, apenas cruzó el umbral, cuando Pulgarcito se puso a gritar de nuevo:
-¡No me traigan más forraje! ¡No me traigan más forraje!
Ante esto, el mismo cura también se asustó, suponiendo que era obra del diablo, y ordenó que se matara a la vaca. Entonces la vaca fue descuartizada y el estómago, donde estaba encerrado Pulgarcito, fue arrojado al estiércol.
Nuestro amigo hizo ímprobos esfuerzos por salir de allí y, cuando ya por fin empezaba a sacar la cabeza, le aconteció una nueva desgracia. Un lobo hambriento, que acertó a pasar por el lugar, se tragó el estómago de un solo bocado. Pulgarcito no perdió los ánimos. «Quizá -pensó- este lobo sea comprensivo». Y, desde el fondo de su panza, se puso a gritarle:
-¡Querido lobo, sé donde hallar un buena comida para ti!
-¿Adónde he de ir? -preguntó el lobo.
-En tal y tal casa. No tienes más que entrar por la trampilla de la cocina y encontrarás tortas, tocino y longanizas, tanto como desees comer.
Y Pulgarcito le describió minuciosamente la casa de sus padres.
El lobo no necesitó que se lo dijeran dos veces. Por la noche entró por la trampilla de la cocina y, en la despensa, comió de todo con inmenso placer. Cuando estuvo harto, quiso salir, pero había engordado tanto que ya no cabía por el mismo sitio. Pulgarcito, que lo tenía todo previsto, comenzó a patalear y a gritar dentro de la barriga del lobo.
-¿Te quieres estar quieto? -le dijo el lobo-. Vas a despertar a todo el mundo.
-¡Ni hablar! -contestó el pequeño-. ¿No has disfrutado bastante ya? Ahora yo también quiero divertirme.
Y se puso de nuevo a gritar con todas sus fuerzas. Los chillidos despertaron finalmente a sus padres, quienes corrieron hacia la despensa y miraron por una rendija. Cuando vieron al lobo, el hombre corrió a buscar el hacha y la mujer la hoz.
-Quédate detrás de mí -dijo el hombre al entrar en la despensa-. Primero le daré un golpe con el hacha y, si no ha muerto aún, le atizarás con la hoz y le abrirás las tripas.
Cuando Pulgarcito oyó la voz de su padre, gritó:
-¡Querido padre, estoy aquí; aquí, en la barriga del lobo!
-¡Gracias a Dios! -dijo el padre-. ¡Ya ha aparecido nuestro querido hijo!
Y le indicó a su mujer que no usara la hoz, para no herir a Pulgarcito. Luego, blandiendo el hacha, asestó al lobo tal golpe en la cabeza que éste cayó muerto. Entonces fueron a buscar un cuchillo y unas tijeras, le abrieron la barriga al lobo y sacaron al pequeño.
-¡Qué bien! -dijo el padre-. ¡No sabes lo preocupados que estábamos por ti!
-¡Sí, padre, he vivido mil aventuras. ¡Gracias a Dios que puedo respirar de nuevo aire fresco!
-Pero, ¿dónde has estado?
-¡Ay, padre!, he estado en la madriguera de un ratón, en el estómago de una vaca y en la barriga de un lobo. Ahora estoy por fin con vosotros.
-Y no te volveremos a vender ni por todo el oro del mundo.
Y abrazaron y besaron con mucho cariño a su querido Pulgarcito; le dieron de comer y de beber, lo bañaron y le pusieron ropas nuevas, pues las que llevaba se habían estropeado en su accidentado viaje.
FIN






Los Tres Cerditos
En el corazón del bosque vivían tres cerditos que eran hermanos. El lobo siempre andaba persiguiéndoles para comérselos. Para escapar del lobo, los cerditos decidieron hacerse una casa.
El pequeño la hizo de paja, para acabar antes y poder irse a jugar.
El mediano construyó una casita de madera.
 Al ver que su hermano pequeño había terminado ya, se dio prisa para irse a jugar con él.
El mayor trabajaba en su casa de ladrillo.- Ya veréis lo que hace el lobo con vuestras casas- riñó a sus hermanos mientras éstos se lo pasaban en grande.

El lobo salió detrás del cerdito pequeño y él corrió hasta su casita de paja, pero el lobo sopló y sopló y la casita de paja derrumbó.
El lobo persiguió también al cerdito por el bosque, que corrió a refugiarse en casa de su hermano mediano. Pero el lobo sopló y sopló y la casita de madera derribó. Los dos cerditos salieron pitando de allí.
Casi sin aliento, con el lobo pegado a sus talones, llegaron a la casa del hermano mayor. Los tres se metieron dentro y cerraron bien todas las puertas y ventanas.
El lobo se puso a dar vueltas a la casa, buscando algún sitio por el que entrar. Con una escalera larguísima trepó hasta el tejado, para colarse por la chimenea. Pero el cerdito mayor puso al fuego una olla con agua. El lobo comilón descendió por el interior de la chimenea, pero cayó sobre el agua hirviendo y se escaldó. Escapó de allí dando unos terribles aullidos que se oyeron en todo el bosque. Se cuenta que nunca jamás quiso comer cerdito.
FIN



                        Peter Pan
Wendy, Michael y John eran tres hermanos que vivían en las afueras de Londres. Wendy, la mayor, había contagiado a sus hermanitos su admiración por Peter Pan. Todas las noches les contaba a sus hermanos las aventuras de Peter.


 Una noche, cuando ya casi dormían, vieron una lucecita moverse por la habitación. Era Campanilla, el hada que acompaña siempre a Peter Pan, y el mismísimo Peter. Éste les propuso viajar con él y con Campanilla al País de Nunca Jamás, donde vivían los Niños Perdidos... "Campanilla os ayudará. Basta con que os eche un poco de polvo mágico para que podáis volar."

Cuando ya se encontraban cerca del País de Nunca Jamás, Peter les señaló: "Es el barco del Capitán Garfio. Tened mucho cuidado con él. Hace tiempo un cocodrilo le devoró la mano y se tragó hasta el reloj. ¡Qué nervioso se pone ahora Garfio cuando oye un tic-tac!."

Campanilla se sintió celosa de las atenciones que su amigo tenía para con Wendy, así que, adelantándose, les dijo a los Niños Perdidos que debían disparar una flecha a un gran pájaro que se acercaba con Peter Pan. La pobre Wendy cayó al suelo, pero, por fortuna, la flecha no había penetrado en su cuerpo y enseguida se recuperó del golpe.


Wendy cuidaba de todos aquellos niños sin madre y, también, claro está de sus hermanitos y del propio Peter Pan. Procuraban no tropezarse con los terribles piratas, pero éstos, que ya habían tenido noticias de su llegada al País de Nunca Jamás, organizaron una emboscada y se llevaron prisioneros a Wendy, a Michael y a John.

Para que Peter no pudiera rescatarles, el Capitán Garfio decidió envenenarle, contando para ello con la ayuda de Campanilla, quien deseaba vengarse del cariño que Peter sentía hacia Wendy. Garfio aprovechó el momento en que Peter se había dormido para verter en su vaso unas gotas de un poderosísimo veneno.

Cuando Peter Pan se despertó y se disponía a beber el agua, Campanilla, arrepentida de lo que había hecho, se lanzó contra el vaso, aunque no pudo evitar que la salpicaran unas cuantas gotas del veneno, una cantidad suficiente para matar a un ser tan diminuto como ella. Una sola cosa podía salvarla: que todos los niños creyeran en las hadas y en el poder de la fantasía. Y así es como, gracias a los niños, Campanilla se salvó.

Mientras tanto, nuestros amiguitos seguían en poder de los piratas. Ya estaban a punto de ser lanzados por la borda con los brazos atados a la espalda. Parecía que nada podía salvarles, cuando de repente, oyeron una voz: "¡Eh, Capitán Garfio, eres un cobarde! ¡A ver si te atreves conmigo!".

Era Peter Pan que, alertado por Campanilla, había llegado justo a tiempo de evitarles a sus amigos una muerte cierta. Comenzaron a luchar. De pronto, un tic-tac muy conocido por Garfio hizo que éste se estremeciera de horror. El cocodrilo estaba allí y, del susto, el Capitán Garfio dio un traspié y cayó al mar. Es muy posible que todavía hoy, si viajáis por el mar, podáis ver al Capitán Garfio nadando desesperadamente, perseguido por el infatigable cocodrilo. El resto de los piratas no tardó en seguir el camino de su capitán y todos acabaron dándose un saludable baño de agua salada entre las risas de Peter Pan y de los demás niños. 





Ya era hora de volver al hogar. Peter intentó convencer a sus amigos para que se quedaran con él en el País de Nunca Jamás, pero los tres niños echaban de menos a sus padres y deseaban volver, así que Peter les llevó de nuevo a su casa. "¡Quédate con nosotros!", pidieron los niños. "¡Volved conmigo a mi país! -les rogó Peter Pan-. No os hagáis mayores nunca. Aunque crezcáis, no perdáis nunca vuestra fantasía ni vuestra imaginación. De ese modo seguiremos siempre juntos." "¡Prometido!", gritaron los tres niños mientras agitaban sus manos diciendo adiós. 
FIN



               El Gato con Botas
Érase una vez un viejo molinero que tenía tres hijos. Acercándose la hora de su muerte hizo llamar a sus tres hijos. "Mirad, quiero repartiros lo poco que tengo antes de morirme". Al mayor le dejó el molino, al mediano le dejó el burro y al más pequeñito le dejó lo último que le quedaba, el gato. Dicho esto, el padre murió.
Mientras los dos hermanos mayores se dedicaron a explotar su herencia, el más pequeño cogió unas de las botas que tenía su padre, se las puso al gato y ambos se fueron a recorrer el mundo.



En el camino se sentaron a descansar bajo la sombra de un árbol. Mientras el amo dormía, el gato le quitó una de las bolsas que tenía el amo, la llenó de hierba y dejó la bolsa abierta. En ese momento se acercó un conejo impresionado por el color verde de esa hierba y se metió dentro de la bolsa. El gato tiró de la cuerda que le rodeaba y el conejo quedó atrapado en la bolsa.
Se hecho la bolsa a cuestas y se dirigió hacia palacio para entregársela al rey. Vengo de parte de mi amo, el marqués Carrabás, que le manda este obsequio. El rey muy agradecido aceptó la ofrenda.
Pasaron los días y el gato seguía mandándole regalos al rey de parte de su amo. Un día, el rey decidió hacer una fiesta en palacio y el gato con botas se enteró de ella y pronto se le ocurrió una idea. "¡Amo, Amo! Sé cómo podemos mejorar nuestras vidas. Tú solo sigue mis instrucciones." El amo no entendía muy bien lo que el gato le pedía, pero no tenía nada que perder, así que aceptó. "¡Rápido, Amo! Quítese la ropa y métase en el río." Se acercaban carruajes reales, era el rey y su hija. En el momento que se acercaban el gato chilló: "¡Socorro! ¡Socorro! ¡El marqués Carrabás se ahoga! ¡Ayuda!". El rey atraído por los chillidos del gato se acercó a ver lo que pasaba.
La princesa se quedó asombrada de la belleza del marqués. Se vistió el marqués y se subió a la carroza. El gato con botas, adelantándose siempre a las cosas, corrió a los campos del pueblo y pidió a los del pueblo que dijeran al rey que los campos eran del marqués y así ocurrió. Lo único que le falta a mi amo -dijo el gato- es un castillo, así que se acordó del castillo del ogro y decidió acercarse a hablar con él.
 "¡Señor Ogro!, me he enterado de los poderes que usted tiene, pero yo no me lo creo así que he venido a ver si es verdad." El ogro enfurecido de la incredulidad del gato, cogió aire y ¡zás! se convirtió en un feroz león. "Muy bien, -dijo el gato- pero eso era fácil, porque tú eres un ogro, casi tan grande como un león. Pero, ¿a que no puedes convertirte en algo pequeño? En una mosca, no, mejor en un ratón, ¿puedes? El ogro sopló y se convirtió en un pequeño ratón y antes de que se diera cuenta ¡zás! el gato se abalanzó sobre él y se lo comió. En ese instante sintió pasar las carrozas y salió a la puerta chillando:



"¡Amo, Amo! Vamos, entrad." El rey quedó maravillado de todas las posesiones del marqués y le propuso que se casara con su hija y compartieran reinos.

Él aceptó y desde entonces tanto el gato como el marqués vivieron felices y comieron perdices.
FIN






El Soldadito de Plomo
Había una vez un juguetero que fabricó un ejército de soldaditos de plomo, muy derechos y elegantes. Cada uno llevaba un fusil al hombro, una chaqueta roja, pantalones azules y un sombrero negro alto con una insignia dorada al frente. Al juguetero no le alcanzó el plomo para el último soldadito y lo tuvo que dejar sin una pierna.
Pronto, los soldaditos se encontraban en la vitrina de una tienda de juguetes. Un señor los compró para regalárselos a su hijo de cumpleaños. Cuando el niño abrió la caja, en presencia de sus hermanos, el soldadito sin pierna le llamó mucho la atención.
El soldadito se encontró de pronto frente a un castillo de cartón con cisnes flotando a su alrededor en un lago de espejos.





Frente a la entrada había una preciosa bailarina de papel. Llevaba una falda rosada de tul y una banda azul sobre la que brillaba una lentejuela. La bailarina tenía los brazos alzados y una pierna levantada hacia atrás, de tal manera que no se le alcanzaba a ver. ¡Era muy hermosa!

"Es la chica para mí", pensó el soldadito de plomo, convencido de que a la bailarina le faltaba una pierna como a él. Esa noche, cuando ya todos en la casa se habían ido a dormir, los juguetes comenzaron a divertirse. El cascanueces hacía piruetas mientras que los demás juguetes bailaban y corrían por todas partes.

Los únicos juguetes que no se movían eran el soldadito de plomo y la hermosa bailarina de papel. Inmóviles, se miraban el uno al otro. De repente, dieron las doce de la noche. La tapa de la caja de sorpresas se abrió y de ella saltó un duende con expresión malvada.

-¿Tú qué miras, soldado? -gritó. El soldadito siguió con la mirada fija al frente.

-Está bien. Ya verás lo que te pasará mañana -anunció el duende.

A la mañana siguiente, el niño jugó un rato con su soldadito de plomo y luego lo puso en el borde de la ventana, que estaba abierta. A lo mejor fue el viento, o quizás fue el duende malo, lo cierto es que el soldadito de plomo se cayó a la calle.

El niño corrió hacia la ventana, pero desde el tercer piso no se alcanzaba a ver nada.

-¿Puedo bajar a buscar a mi soldadito? -preguntó el niño a la criada. Pero ella se negó, pues estaba lloviendo muy fuerte para que el niño saliera. La criada cerró la ventana y el niño tuvo que resignarse a perder su juguete.


Afuera, unos niños de la calle jugaban bajo la lluvia. Fueron ellos quienes encontraron al soldadito de plomo cabeza abajo, con el fusil clavado entre dos adoquines.

-¡Hagámosle un barco de papel! -gritó uno de los chicos.
 Llovía tan fuerte que se había formado un pequeño río por los bordes de las calles. Los chicos hicieron un barco con un viejo periódico, metieron al soldadito allí y lo pusieron a navegar.

El sodadito permanecía erguido mientras el barquito de papel se dejaba llevar por la corriente. Pronto se metió en una alcantarilla y por allí siguió navegando.


"¿A dónde iré a parar?" pensó el soldadito. "El culpable de esto es el duende malo. Claro que no me importaría si estuviera conmigo la hermosa bailarina."

En ese momento, apareció una rata enorme.
 

-¡Alto ahí! -gritó con voz chillona-. Págame el peaje.

Pero el soldadito de plomo no podía hacer nada para detenerse. El barco de papel siguió navegando por la alcantarilla hasta que llegó al canal. Pero, ya estaba tan mojado que no pudo seguir a flote y empezó a naufragar. Por fin, el papel se deshizo completamente y el erguido soldadito de plomo se hundió en el agua. Justo antes de llegar al fondo, un pez gordo se lo tragó.


-¡Qué oscuro está aquí dentro! -dijo el soldadito de plomo-. ¡Mucho más oscuro que en la caja de juguetes!

El pez, con el soldadito en el estómago, nadó por todo el canal hasta llegar al mar. El soldadito de plomo extrañaba la habitación de los niños, los juguetes, el castillo de cartón y extrañaba sobre todo a la hermosa bailarina.

"Creo que no los volveré a ver nunca más", suspiró con tristeza. El soldadito de plomo no tenía la menor idea de dónde se hallaba. Sin embargo, la suerte quiso que unos pescadores pasaran por allí y atraparan al pez con su red.



El barco de pesca regresó a la ciudad con su cargamento. Al poco tiempo, el pescado fresco ya estaba en el mercado; justo donde hacía las compras la criada de la casa del niño. Después de mirar la selección de pescados, se decidió por el más grande: el que tenía al soldadito de plomo adentro.

La criada regresó a la casa y le entregó el pescado a la cocinera.

-¡Qué buen pescado! -exclamó la cocinera.

Enseguida, tomó un cuchillo y se dispuso a preparar el pescado para meterlo al horno.
 

-Aquí hay algo duro -murmuró. Luego, llena de sorpresa, sacó al soldadito de plomo.

La criada lo reconoció de inmediato.

-¡Es el soldadito que se le cayó al niño por la ventana! -exclamó.



El niño se puso muy feliz cuando supo que su soldadito de plomo había aparecido. El soldadito, por su parte, estaba un poco aturdido. Había pasado tanto tiempo en la oscuridad. Finalmente, se dio cuenta de que estaba de nuevo en casa. En la mesa vio los mismos juguetes de siempre, y también el castillo con el lago de espejos. Al frente estaba la bailarina, apoyada en una pierna. Habría llorado de la emoción si hubiera tenido lágrimas, pero se limitó a mirarla. Ella lo miraba también.

De repente, el hermano del niño agarró al soldadito de plomo diciendo:

-Este soldado no sirve para nada. Sólo tiene una pierna. Además, apesta a pescado.

Todos vieron aterrados cómo el muchacho arrojaba al soldadito de plomo al fuego de la chimenea. El soldadito cayó de pie en medio de las llamas. Los colores de su uniforme desvanecían a medida que se derretía. De pronto, una ráfaga de viento arrancó a la bailarina de la entrada del castillo y la llevó como a un ave de papel hasta el fuego, junto al soldadito de plomo. Una llamarada la consumió en un segundo.

A la mañana siguiente, la criada fue a limpiar la chimenea. En medio de las cenizas encontró un pedazo de plomo en forma de corazón. Al lado, negra como el carbón, estaba la lentejuela de la bailarina.
FIN





El Gigante Egoista
Todas las tardes, a la salida de la escuela, los niños se habían acostumbrado a ir a jugar al jardín del gigante. Era un jardín grande y hermoso, cubierto de verde y suave césped. Dispersas sobre la hierba brillaban bellas flores como estrellas, y había una docena de melocotones que, en primavera, se cubrían de delicados capullos rosados, y en otoño daban sabroso fruto. Los pájaros se posaban en los árboles y cantaban tan deliciosamente que los niños interrumpían sus juegos para escucharlos. -¡Qué felices somos aquí!- se gritaban unos a otros. Un día el gigante regresó. Había ido a visitar a su amigo, el ogro de Cornualles, y permaneció con él durante siete años. Transcurridos los siete años, había dicho todo lo que tenía que decir, pues su conversación era limitada, y decidió volver a su castillo. Al llegar vio a los niños jugando en el jardín.
-¿Qué estáis haciendo aquí?- les gritó con voz agria. Y los niños salieron corriendo. -Mi jardín es mi jardín- dijo el gigante. -Ya es hora de que lo entendáis, y no voy a permitir que nadie más que yo juegue en él. Entonces construyó un alto muro alrededor y puso este cartel: Prohibida la entrada. Los transgresores serán procesados judicialmente. Era un gigante muy egoísta. Los pobres niños no tenían ahora donde jugar. Trataron de hacerlo en la carretera, pero la carretera estaba llena de polvo y agudas piedras, y no les gustó. Se acostumbraron a vagar, una vez terminadas sus lecciones, alrededor del alto muro, para hablar del hermoso jardín que había al otro lado. -¡Que felices éramos allí!- se decían unos a otros. Entonces llegó la primavera y todo el país se llenó de capullos y pajaritos. Solo en el jardín del gigante egoísta continuaba el invierno. Los pájaros no se preocupaban de cantar en él desde que no había niños, y los árboles se olvidaban de florecer. Solo una bonita flor levantó su cabeza entre el césped, pero cuando vio el cartel se entristeció tanto, pensando en los niños, que se dejó caer otra vez en tierra y se echó a dormir. Los únicos complacidos eran la Nieve y el Hielo. -La primavera se ha olvidado de este jardín- gritaban. -Podremos vivir aquí durante todo el año. La Nieve cubrió todo el césped con su manto blanco y el Hielo pintó de plata todos los árboles. Entonces invitaron al viento del Norte a pasar una temporada con ellos, y el Viento aceptó. Llegó envuelto en pieles y aullaba todo el día por el jardín, derribando los capuchones de la chimeneas.





-Este es un sitio delicioso- decía. -Tendremos que invitar al Granizo a visitarnos. Y llegó el Granizo. Cada día durante tres horas tocaba el tambor sobre el tejado del castillo, hasta que rompió la mayoría de las pizarras, y entonces se puso a dar vueltas alrededor del jardín corriendo lo más veloz que pudo.
Vestía de gris y su aliento era como el hielo. -No puedo comprender como la primavera tarda tanto en llegar- decía el gigante egoísta, al asomarse a la ventana y ver su jardín blanco y frío. -¡Espero que este tiempo cambiará! Pero la primavera no llegó, y el verano tampoco. El otoño dio dorados frutos a todos los jardines, pero al jardín del gigante no le dio ninguno. -Es demasiado egoísta- se dijo. Así pues, siempre era invierno en casa del gigante, y el Viento del Norte, el Hielo, el Granizo y la Nieve danzaban entre los árboles. Una mañana el gigante yacía despierto en su cama, cuando oyó una música deliciosa. Sonaba tan dulcemente en sus oídos que creyó sería el rey de los músicos que pasaba por allí. En realidad solo era un jilguerillo que cantaba ante su ventana, pero hacía tanto tiempo que no oía cantar un pájaro en su jardín, que le pareció la música más bella del mundo. Entonces el Granizo dejó de bailar sobre su cabeza, el Viento del Norte dejó de rugir, y un delicado perfume llegó hasta él, a través de la ventana abierta. -Creo que, por fin, ha llegado la primavera- dijo el gigante; y saltando de la cama miró el exterior. ¿Qué es lo que vio? Vio un espectáculo maravilloso.
Por una brecha abierta en el muro los niños habían penetrado en el jardín, habían subido a los árboles y estaban sentados en sus ramas. En todos los árboles que estaban al alcance de su vista, había un niño. Y los árboles se sentían tan dichosos de volver a tener consigo a los niños, que se habían cubierto de capullos y agitaban suavemente sus brazos sobre las cabezas de los pequeños. Los pájaros revoloteaban y parloteaban con deleite, y las flores reían irguiendo sus cabezas sobre el césped. Era una escena encantadora. Sólo en un rincón continuaba siendo invierno. Era el rincón más apartado del jardín, y allí se encontraba un niño muy pequeño. Tan pequeño era, no podía alcanzar las ramas del árbol, y daba vueltas a su alrededor llorando amargamente. El pobre árbol seguía aún cubierto de hielo y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía en torno a él. -¡Sube, pequeño!- decía el árbol, y le tendía sus ramas tan bajo como podía; pero el niño era demasiado pequeño. El corazón del gigante se enterneció al contemplar ese espectáculo. -¡Qué egoísta he sido- se dijo. -Ahora comprendo por qué la primavera no ha venido hasta aquí.
Voy a colocar al pobre pequeño sobre la copa del árbol, derribaré el muro y mi jardín será el parque de recreo de los niños para siempre. Estaba verdaderamente apenado por lo que había hecho. Se precipitó escaleras abajo, abrió la puerta principal con toda suavidad y salió al jardín. Pero los niños quedaron tan asustados cuando lo vieron, que huyeron corriendo, y en el jardín volvió a ser invierno. Sólo el niño pequeño no corrió, pues sus ojos estaban tan llenos de lágrimas, que no vio acercarse al gigante.
 Y el gigante se deslizó por su espalda, lo cogió cariñosamente en su mano y lo colocó sobre el árbol. El árbol floreció inmediatamente, los pájaros fueron a cantar en él, y el niño extendió sus bracitos, rodeó con ellos el cuello del gigante y le besó. Cuando los otros niños vieron que el gigante ya no era malo, volvieron corriendo y la primavera volvió con ellos. -Desde ahora, este es vuestro jardín, queridos niños- dijo el gigante, y cogiendo una gran hacha derribó el muro. Y cuando al mediodía pasó la gente, yendo al mercado, encontraron al gigante jugando con los niños en el más hermoso de los jardines que jamás habían visto. Durante todo el día estuvieron jugando y al atardecer fueron a despedirse del gigante. -Pero, ¿dónde está vuestro pequeño compañero, el niño que subí al árbol?- preguntó. El gigante era a este al que más quería, porque lo había besado.
 -No sabemos contestaron los niños- se ha marchado. -Debéis decirle que venga mañana sin falta- dijo el gigante. Pero los niños dijeron que no sabían donde vivía y nunca antes lo habían visto. El gigante se quedó muy triste. Todas las tardes, cuando terminaba la escuela, los niños iban y jugaban con el gigante. Pero al niño pequeño, que tanto quería el gigante, no se le volvió a ver. El gigante era muy bondadoso con todos los niños pero echaba de menos a su primer amiguito y a menudo hablaba de él. -¡Cuánto me gustaría verlo!- solía decir. Los años transcurrieron y el gigante envejeció mucho y cada vez estaba más débil. Ya no podía tomar parte en los juegos; sentado en un gran sillón veía jugar a los niños y admiraba su jardín.
-Tengo muchas flores hermosas- decía, pero los niños son las flores más bellas. El Gigante Egoísta Oscar Wilde Una mañana invernal miró por la ventana, mientras se estaba vistiendo. Ya no detestaba el invierno, pues sabía que no es sino la primavera adormecida y el reposo de las flores. De pronto se frotó los ojos atónito y miró y remiró. Verdaderamente era una visión maravillosa. En el más alejado rincón del jardín había un árbol completamente cubierto de hermosos capullos blancos. Sus ramas eran doradas, frutos de plata colgaban de ellas y debajo, de pie, estaba el pequeño al que tanto quiso. El gigante corrió escaleras abajo con gran alegría y salió al jardín. Corrió precipitadamente por el césped y llegó cerca del niño. Cuando estuvo junto a él, su cara enrojeció de cólera y exclamó: - ¿Quién se atrevió a herirte?- Pues en las palmas de sus manos se veían las señales de dos clavos, y las mismas señales se veían en los piececitos. -¿Quién se ha atrevido a herirte?- gritó el gigante. -Dímelo para que pueda coger mi espada y matarle. -No- replicó el niño, pues estas son las heridas del amor. -¿Quién eres?- dijo el gigante; y un extraño temor lo invadió, haciéndole caer de rodillas ante el pequeño. Y el niño sonrió al gigante y le dijo: -Una vez me dejaste jugar en tu jardín, hoy vendrás conmigo a mi jardín, que es el Paraíso.

Y cuando llegaron los niños aquella tarde, encontraron al gigante tendido, muerto, bajo el árbol, todo cubierto de capullos blancos. (Oscar Wilde).
FIN




La Gallina de los Huevos de Oro
Érase un labrador tan pobre, tan pobre, que ni siquiera poseía una vaca. Era el más pobre de la aldea. Y resulta que un día, trabajando en el campo y lamentándose de su suerte, apareció un enanito que le dijo:
-Buen hombre, he oído tus lamentaciones y voy a hacer que tu fortuna cambie. Toma esta gallina; es tan maravillosa que todos los días pone un huevo de oro.
El enanito desapareció sin más ni más y el labrador llevó la gallina a su corral. Al día siguiente, ¡oh sorpresa!, encontró un huevo de oro. Lo puso en una cestita y se fue con ella a la ciudad, donde vendió el huevo por un alto precio.





Al día siguiente, loco de alegría, encontró otro huevo de oro. ¡Por fin la fortuna había entrado a su casa! Todos los días tenía un nuevo huevo.
Fue así que poco a poco, con el producto de la venta de los huevos, fue convirtiéndose en el hombre más rico de la comarca. Sin embargo, una insensata avaricia hizo presa su corazón y pensó:
"¿Por qué esperar a que cada día la gallina ponga un huevo? Mejor la mato y descubriré la mina de oro que lleva dentro".
Y así lo hizo, pero en el interior de la gallina no encontró ninguna mina. A causa de la avaricia tan desmedida que tuvo, este tonto aldeano malogró la fortuna que tenía.
FIN





La liebre y la tortuga
En el centro del bosque había un amplio círculo, libre de árboles, en el que los animales que habitaban aquellos contornos celebraban toda clase de competiciones deportivas.
En el centro de un grupo de animales hablaba la bonita y elegante Esmelinda, la liebre:
- Soy veloz como el viento, y no hay nadie que se atreva a competir conmigo en velocidad.
Un conejito gris insinuó, soltando la carcajada y hablando con burlona ironía:
- Yo conozco alguien que te ganaría...

- ¿Quien? - Preguntó Esmelinda, sorprendida e indignada a la vez.
- ¡La tortuga! ¡La tortuga!
Todos los allí reunidos rompieron a reír a carcajadas, y entre las risotadas se oyeron gritos de: "¡La tortuga y la liebre en carrera! ¡Frente a frente!
En el centro del grupo la liebre alzó su mano para ordenar silencio.
- ¡Qué cosas se os ocurren! Yo soy el animal más veloz del bosque y nadie sería capaz de alcanzarme.
Y se alejó del lugar tan rápidamente como si tuviera alas en los pies. La liebre se dirigió al mercado de lechugas, pues la tortuga era vendedora de la mencionada mercancía, y se aproximó a la tortuga contoneándose:
- Hola tortuguita, vengo a proponerte que el domingo corras conmigo en la carrera.





La tortuga se le quedó mirando boquiabierta.
- ¡Tú bromeas! Yo soy muy lenta y la carrera no tendría emoción. Aunque, ¡quién sabe!
- ¿Como? Pobre animalucho. Supongo que no te imaginarás competir conmigo. Apostaría cualquier cosa a que no eres capaz.
- Iré el domingo a la carrera.
Una vieja tortuga le dijo:
- Tu eres lenta pero constante...; la liebre veloz, pero inconstante ve tranquila y suerte, tortuguita.
El domingo amaneció un día espléndido. En el campo de los deportes reinaba una gran algarabía.
- ¡Vamos, retírate! - le gritaban algunos a la tortuga. Pero la tortuga, aunque avergonzada no se retiró.
La liebre, después de recorrer un trecho se echó a dormir y cuando despertó siguió riendo porque la tortuga llegaba entonces a su lado.
- ¡Anda, sigue, sigue! Te doy un kilómetro de ventaja. Voy a ponerme a merendar.
La liebre se sentó a merendar y a charlar con algunos amigos y cuando le pareció se dispuso a salir tras la tortuga, a quien ya no se la veía a lo lejos.
Pero, ¡ay!, la liebre había sido excesivamente optimista y menospreciado en demasía el caminar de la tortuga, porque cuando quiso darle alcance ya llegaba a la meta y ganaba el premio.
Fue un triunfo inolvidable en el que el sabio consejo de una anciana y la preciosa virtud de la constancia salieron triunfales una vez más.

FIN

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